domingo, 26 de agosto de 2012

El Viaje




No siento las piernas. Mis músculos yacen entumecidos por el frío, y los huesos más bien parecen rocas filosas intentando atravesar la tensa piel que los sofoca. El horizonte es una sábana de agua salada sin fin, y el movimiento de sus arrugas no hace más que provocarme náuseas cada vez más intensas.
¿Cómo terminé aquí? No lo recuerdo. Mejor así. Como un dolor que empieza repentinamente. Uno no sabe de dónde proviene, en seguida lo invade el miedo. Pero hay algo que logra tranquilizarme: la idea de no saber cómo llegué aquí. No hay caras, situaciones. No hay historias, diálogos ni memorias. Sólo es dolor.  Del cuerpo.
Mis brazos sienten el cansancio de no ser pez. La sal arremete contra mis ojos que anestesiados vomitan  lo que no llega a mi colapsado estómago.
Afortunadamente, esa fue la última ola. Ahora me encuentro suspendido. Mis manos ya no se mueven intentando vencer la superficie, sino que por el contrario, rozan los rayos de sol que se pierden en la profundidad. Advierten algo del calor y se sonrojan.  Cierro los ojos y me dejo llevar.
Caer despacio. La gravedad no es problema y ya no siento miedo. El agua me rodea y me protege, como a un niño que nada en el vientre materno. Mi boca se cierra y lo salado se transforma en dulce.  Sigo cayendo. .. en un abismo que no acusa destino y aún resta mucho viaje.