Ayer iba caminando por la vereda y llevaba la vista bien alto. Intentaba abarcar los enormes edificios que se alzaban uno al lado del otro. Tan alto posé mis ojos que al torcer mi cuello llegué a sentir ciertos mareos. No eran desagradables, sino que todo lo contrario. Me detuve porque la visión se me había nublado y quería divisar una torre muy puntiaguda. Todo mi cuerpo, sin darme cuenta la estaba imitando. Con una rigidez plenamente concentrada en no caer. Ambas torres, con una diferencia de unos setenta metros, idénticas.
De repente mi torre se vio amenazada. Un extraño golpe proveniente vaya a saber de dónde fue a ensartarse justo en la parte media. El temblor no fue insignificante. Estuve a punto de desfallecer pero logré recuperarme. Incliné mi cuello hacia la base y bajé la vista. Era otra torre. A ella el tropiezo no la había inmutado. Los dos quedamos frente a frente, pero él no me miraba ya que tenía sus ojos clavados en el suelo. Sin disculpa alguna, oí su voz:
-Si dejaras de mirar tanto hacia arriba te darías cuenta de que los ratones se están comiendo tus pies.
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