Lo poco que quedaba de sol hacía malabares para no desaparecer, luchaba a capa y espada con el horizonte que, naturalmente hábil, lo succionaba volviendo inútil cualquier otro desenlace. La luna ya podía divisarse en lo alto.
Con las botas raspando sobre el tapete de la entrada, Marcos encendía un cigarrillo y se quitaba el barro antes de infiltrarse en la taberna. En ese preciso momento, alguien que intentaba ingresar en el establecimiento chocó su hombro haciéndole tambalear, por hallarse concentrado en evitar que el viento del oeste le apague el quinto cerillo. Escupiendo un insulto a regañadientes miró hacia su derecha pero el hombre ya había entrado.
Finalmente pudo encender el cigarrillo y luego de una larga pitada empujó la puerta de madera y se metió.
Adentro, todos yacían muertos.
Un ventilador a media máquina revolvía el hedor, pero no era lo suficientemente fuerte para persuadir a las moscas en su fina tarea de viajar de cadáver en cadáver. En un breve paneo del entorno, Marcos logró ver muchas caras conocidas. Su cabeza comenzó a vomitar miles y miles de recuerdos; todo lo que él conocía estaba allí.
Desde ese instante, se oyeron los últimos dos sonidos en el pueblo. El primero, en realidad fue una sucesión, casi una melodía ya que el disparo había sido tan rápido y certero que se fundió con el ruido del cráneo partiéndose a la mitad, dejando brotar la sangre. El segundo sonido, fue el suave cavilar del difunto.
“yo sólo venía por un trago”.
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